lunes, 30 de mayo de 2011

En Memoria de la Gran Surrealista Leonora Carrington

Mala mañana la de este 26 de mayo, en la que muere de neumonía Leonora Carrington en el Hospital Inglés, como lo llamamos en México, porque lo fundó Lord Cowdray. Para todos nosotros, los mexicanos, la pérdida de Leonora es grande y dolorosa, porque se lleva nuestras posibilidades de ir más allá de nosotros mismos y de entrar a Westmeath, Irlanda, el país en el que los Sidhes te enseñan a tomar la vida como una aventura risueña y mágica. Los Sidhes son seres invisibles que acompañaron a Leonora mucho mejor que su Angel de la Guarda y ahora mismo lloran sobre su tumba también en el cementerio inglés.

En 1942, Leonora llegó a México y 10 años después comencé a entrevistarla, aunque ella odiaba contestar preguntas y detestaba a los reporteros. A cada visita en su casa, en la calle de Chihuahua, mientras tomábamos té, me daba alguna información, y así de año en año fui recogiendo el material para la novela Leonora. Siempre la quise, en una ocasión, el año pasado, al bajar la gran escalera del Palacio de Minería en el que le habían hecho un homenaje, me regaló una sonrisa tan bella que iluminó varios días, o será que ahora soy más sensible a las sonrisas.

Leonora llegó a México casi en los mismos años que el gran exilio español, que tanto ha significado en nuestra vida cultural y social. Si el exilio español nos enriqueció como lo hizo, si Luis Buñuel y Remedios Varo fueron sus amigos, también el destierro de la fabulosa pintora inglesa ha sido para nosotros una aportación invaluable. Saberla viviendo en la misma ciudad en la que nos recogemos todas las noches era una bendición, un privilegio invaluable. Habría que recordar el amor de los españoles al Museo del Prado y cómo salvaron su tesoro a pesar de los bombardeos, lo envolvieron como a un niño y lo llevaron a Ginebra. Leonora era nuestro tesoro y todas las noches le deseábamos que durmiera con los angelitos. Al compartir Leonora su creatividad con los mexicanos, al poner a un rebaño de monjitas en una embarcación que hace agua a la luz de la luna en Manzanillo, la pintora inglesa nos hizo más creativos y su desafío fue también nuestro. Si ella vivía entre nosotros, teníamos que estar a la altura.

Mucho de lo que cuento en la novela Leonora ya estaba escrito. Ella misma se describió en varios momentos de su vida. Sólo cambiaba su nombre y el de Max Ernst o el de Joe Bousquet. En México, sus cuentos publicados son El séptimo caballo, La dama oval, La trompetilla acústica, La casa del miedo, Memorias de abajo y críticos y especialistas en el surrealismo han analizado su obra extraordinaria y su vida, también fuera de serie.

De Leonora quisiera destacar dos temas que poco se han tocado. Se conoce poco su actitud ante el nazismo y cómo desde los primeros días de la Segunda Guerra Mundial denunció en las calles de Madrid a Hitler, a Franco y a Mussolini, y si la tacharon de loca era porque ella fue una clarividente y se dio cuenta del peligro antes que nadie.

Desde el instante en que dos gendarmes se llevaron por segunda vez a Max Ernst, el máximo pintor surrealista, a Les Milles, un campo de concentración en Francia, Leonora luchó contra la injusticia. La invasión de Polonia, la de Bélgica y de Francia la llenaron de rabia y en Madrid pidió una entrevista con Franco para decirle que no se aliara a Hitler y a Mussolini, y repartió en la calle volantes pidiendo el cese al fuego. Antes que muchos, se enfrentó a Hitler y al fascismo. Entonces la tildaron de loca, cuando en realidad se adelantaba a la inmensa locura que es la guerra. La encerraron en un manicomio en Santander.

Otro tema conmovedor de su ya larga vida (el 6 de abril cumplió 94 años) fue su solidaridad con los judíos. El sufrimiento de Chiki, Emerico Imre Weisz, fotógrafo, su marido y padre de sus hijos Gaby y Pablo, está ligado a la guerra civil de España. Chiki fue quien salvó la maleta de negativos de Robert Capa que hace más de un año apareció en México y que ahora es motivo de una película y un documental. Leonora, que no era judía, se indignó más que ningún otro artista por el trato que se les daba a hombres y mujeres, ancianos y niños que fueron llevados encerrados en furgones sin luz ni aire a un campo de exterminio.

Pretendí rendirle con mi novela Leonora un homenaje, un tributo amoroso. Leonora nunca sacrificó su ser verdadero a lo que la sociedad convencional esperaba de ella, nunca aceptó el molde en el que nos cuelan a todos, escogió vivir en un estado creativo que hoy nos exalta y nos llena de admiración, defendió su talento desde la madrugada hasta el anochecer, primero contra su padre y después contra una clase social que pretendía imponerle leyes estrictas, las mismas que han impedido la creatividad de hombres y mujeres de talento que finalmente se rinden y regresan al conformismo. Leonora Carrington nunca cedió, jamás le importaron las apariencias, vivió para pintar y para sus hijos, Gaby, filósofo y poeta, y Pablo, pintor y médico, con quienes tuvo una relación entrañable, la más cercana que pueda darse entre una madre y sus hijos. El único fin de su vida fue defender su vocación de pintora y escribir textos que nadie más que ella podría escribir, como el relato de su encierro en el manicomio en Santander, que escribió primero en francés y tituló En bas, Down below, Memorias de abajo.

En torno a ella, en México, se hizo poco ruido, porque escogió el recogimiento, el anonimato, el silencio, la vida lejos de los amplificadores de sonido. Su casa era finalmente un retiro y su soledad era voluntaria.

¿Fue feliz Leonora? Quién sabe. ¿Somos felices nosotros? Ustedes dirán. Alguna vez, Leonora declaró que no tenía nombre para la felicidad, pero sí lo tuvo para la rebeldía, y se levantó contra la Iglesia, el Estado, la familia. Su imaginación fue más allá de las leyes, del qué dirán. Su único rito fue tomar el pincel o tomar la pluma o guisar. Alguna vez puso a hervir al arzobispo de Canterbury en mole verde.

Con su sentido del humor, destrozó cualquier imposición. Más que surrealista, su mundo interior fue celta y su obra está muy cercana al mundo de su infancia, un mundo que nada tiene que ver con la lógica, un mundo inesperado de poesía que es el de los Sidhes, los little people que para nosotros, los mexicanos, son los chaneques que nos acompañan, jalan la comisura de nuestros labios para que sonriamos y nos desatan las agujetas de los zapatos.

Leonora es el nombre del último libro de Elena Poniatowska, una de las más destacadas escritoras mexicanas. La obra, publicada en febrero, fue escrita a partir de una serie de entrevistas que Poniatowska le realizó a Leonora Carrington durante casi 60 años

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